martes, 8 de febrero de 2022

Leyendo poesía: Anna Ajmátova


 Anna Ajmátova, nació un 23 de junio en Odessa y murió en las afueras de Moscú, el 5 de marzo de 1966. Empezó a escribir poemas a los 11 años, y vivió en pleno régimen estalinista siendo perseguida y  acallada. Su primer esposo fue acusado de conspiración y asesinado. Su hijo estuvo encarcelado numerosas veces y su último marido, Nikolai Punin, murió en un campo de concentración. Ella continuó escribiendo y no solo eso, sino dando voz al pueblo mediante sus poemas.

Tuvo una vida intensa. En su juventud fue retratada por Modigliani.




Conoció a muchos artistas y creativos, pero su vida estuvo signada por la pobreza y la enfermedad. Por la pérdida de sus seres queridos.

Una poeta que hay que conocer y leer. En Argentina la editorial Llanten publicó recientemente sus poemas, "Detrás de mi marchan millones" traducidos por Natalia Litvinova, poeta nacida en Bielorrusia y llegada a Buenos Aires en su infancia.

En estos días cuando recién terminaba de leerla (y me la encontraba por todas partes) me crucé este texto de Juan Forn, en "El hombre que fue viernes" que me habló nuevamente de ella y que les comparto como una presentación de su vida.



La noche que empezó la Guerra Fría



Anna Ajmátova creyó hasta el día de su muerte que la Guerra Fría había empezado por su culpa, la noche del 25 de noviembre de 1945. Para Stalin, Ajmátova era una excrecencia del pasado prerrevolucionario, mitad monja, mitad puta en celo, y desde 1921 le tenía prohibido publicar sus poemas. Pero los soldados del Ejército Rojo se los sabían igual de memoria. Por esta razón, en los momentos más difíciles de la guerra, bajó desde el Soviet Supremo la orden de que Ajmátova recitara sus poemas por radio para levantar la moral de la nación. La guerra se ganó, los intelectuales evacuados de Lenningrado volvieron a ciudad en ruinas y, en noviembre de 1945, llegó a la URSS una comisión cultural británica cuyo velado propósito era sondear la actitud que tendría Stalin hacia sus aliados occidentales, con la guerra terminada. Entre los miembros de esa comisión había un joven profesor de Oxford, hijo de judíos rusos, que ya había cumplido funciones de inteligencia durante la guerra en la embajada británica en Washington. Su nombre era Isaiah Berlín y el mismísimo Winston Churchill lo había elegido para integrar la misión, por su conocimiento de la lengua y la mentalidad rusas, así como de los intereses geopolíticos ingleses.

Berlín pisaba por primera vez las calles de Petersburgo desde que había huido con sus padres de los bolcheviques, cuando tenía once años. Sus ojos y su corazón no daban abasto. No le importaban las ruinas; caminaba por las calles oyendo a la gente hablar en ruso a su alrededor y estaba en éxtasis. En el primer momento libre que tuvo se sumergió en una ruinosa librería de la Perspectiva Nevski donde supo, para su asombro, que la mítica Anna Ajmátova no sólo seguía con vida y residía en al ciudad sino que además estaría dispuesta a recibir su visita. Acompañado por uno de los fantasmales habitués de esa librería, el crítico Orlov, Berlín llegó esa tarde a la habitación sin gau y sin calefacción donde vivía Ajmátova, en el tercer piso del Palacio de al Fontannka, que había pertenecido en sus días de gloria a la poderosa familia Sheremetiev. Ya no había alfombras ni cortinados en al habitación de pintura descascarada; solo una mesa con dos sillas que no hacían juego, un viejo baúl contra la pared y un diván donde lo esperaba sentada la poeta, cubierta con un chal negro, como una reina trágica. Un único cuadro colgaba de las paredes desnudas: un retrato a lápiz que le había hecho Modigliani cuando ambos fueron amantes, en París , en 1917.

Berlín era el primer occidental que Ajmátova veía en veinticinco años. Además podía hablar con él en ruso, y además pudo por fin enterarse a través de él del destino de todos aquellos amigos exiliados en Londres y París a partir del 1917. En esos veinticinco años, Ajmátova había aprendido a soportarlo todo: la tuberculosis, la indigencia, el fusilamiento de su primer marido, el tifus, la deportación de su segundo marido y de su único hijo, la deshonra pública, el hambre, la sucesiva inmolación de casi todos su amigos poetas (desde Blok y Maiacovski hasta Mandelstam y Tsveátieva). La suma de esas penurias la había llevado a escribir.: “Fue la ´época que sólo los muertos podían sonreír, felices de descansar al fin.”

A esa altura de su vida, después de haber sido el amor prohibido de todos los rusos, Ajmátova se había convertido en la madre sufriente de todos ellos. El casto Berlín (que más tarde confesaría que seguía siendo virgen por entonces) le dio la oportunidad de volver a ser, por una noche al menos, simplemente una mujer, y ella le abrió su corazón. Le contó cada detalle de su vida, le habló de sus amores y sus muertos, le recitó los estremecedores poemas de Réquiem y le confesó que luego de hacerlos memorizar a siete personas de su máxima confianza, procedía a quemar los papeles donde los había escrito. Ningún ruso cree hasta el día de hoy que Berlín y Ajmátova pasarán toda la noche sentados en sillas enfrentadas, como lo relató él más tarde. Si le creen, en cambio, que cuando se levantó para irse ya había amanecido y que volvió caminando hasta el hotel en trance, sin reparar en la llovizna que le calaba los huesos, ignorando aún que acababa de iniciarse la Guerra Fría en el mundo.

Porque he aquí que, la tarde anterior, Randolph Churchill, el hijo de Winston, que formaba aparte de la comitiva británica y había sido compañero de Berlin en Oxford, necesitó alguien confiable que lo ayudara a comprar caviar en Leningrado, y no tuvo mejor idea que hacerse llevar hasta el deteriorado Palacio de la Fontannka, donde se puso a llamar a gritos a Berlin desde la calle. Este bajó a toda velocidad, se lo llevó consigo a buscar el dichoso caviar, volvió cautelosamente a lo de Ajmaótva con la caída de al noche y permaneció allí hasta la mañana siguiente. Para entonces ya se había puesto en movimiento la omnímoda maquinaria de delación soviética que haría llegar a oídos de Stalin que Winston Churchill había enviado a su propio hijo y aun traídos judío en una operación de espionaje para llevarse a esa puta vieja de Ajmátova a Occidente.

Para entonces la comitiva histórica ya había abandonado la URSS, de manera que Berlin y Chrchill se salvaron de será arrestados. Las consecuencias las sufrieron los demás: Berlin había logrado ver en Leningrado a su tío Leo, un hermano de su padres que no había querido irse de la URSS y era profesor titular de medicina en la universidad. En los días siguientes a la apartida de su sobrino, Leo fue acusado de entregar a extranjeros información sobre la salud de Stalin, obligado bajo tortura a reconocer su culpabilidad y enviado a prisión (con la muerte de Stalin sería liberado , pero a los pocos días de volver a Leningrado, aún débil y sin trabajo, se cruzó en una esquina con uno de sus torturadores y murió de un síncope en plena calle). Para Ajmátova, ls cosas no fueron mejores. Su hijo Lev, que después de pasar diez años en el gulav otros tres combatiendo a los nazis gozaba por entonces de sus primeros meses de libertad, fue otra vez deportado a Siberia. Y la propia Ajmátova fue públicamente crucificada por el comisario cultural Zdhanov en la primera plana de Izvestia, cosa que le hizo perder la magra pensión que cobraba y la habitación en el Fontannka.

Hasta la muerte de Stalin en 1953, Ajmátova pidió en vano por su hijo y vivió de la caridad de los pocos amigos que se atrevían a cuidarla. El deshielo de Kruschev traería la tardía liberación de su hijo Lev y un reconocimiento igualmente tardío para ella: se la autorizó a publicar, se le concedió una pequeña dacha en Komanvovo, se le permitió viajar a Oxford y a Roma a recibir premio. En Roma recitó famosamente para las cámaras su Poema sin Héroe, escrito luego de la partida de Berlin, donde dice de él: “No será mi esposo ni mi amante/pero juntos haremos algo/que trastrocará el Siglo Vente”. En Oxford, aceptó que Berlin la agasajara con un banquete en la mansión de su esposa millonaria, sin dirigirle la palabra a la anfitriona en toda la velada. Al día siguiente, en la universidad cuando llegó al momento culminante del recitado de su extraordinario Réquiem, alzó los ojos a hacia su amante platónico y pronunció en ruso aquellas palabras (“No lo sabes per has sido perdonado”) que, según aseguran todos las que la conocieron, resume a la perfección lo que sentía al estar en su presencia. (1)


En toda su poesía hay una fuerza, y a la vez una sensibilidad. La conocí a través de este poema de Réquiem:


En lugar del prefacio

En los terribles años de Yezhov estuve parada en la fila, durante
diecisiete meses, frente a las cárceles de Leningrado.
Una vez alguien me reconoció. La mujer de labios azules que
estaba detrás,
y que seguramente nunca había oído mi nombre,
recobrándose del entumecimiento tan común para todas nosotras,
me susurró al oído (allí hablábamos todas en voz baja)
—¿Y esto, usted puede escribirlo?
Y yo contesté:
— Puedo.
Entonces algo como una sonrisa rozó
aquello que alguna vez había sido su rostro.


1 de abril de 1957
Leningrado

Les dejo alguna selección (muy personal) de sus poemas.

Me lanzaron tantas piedras
que ya no les tengo miedo.
La trampa se convirtió en una torre,
la más alta entre las altas.
Agradezco a los constructores,
espero que sus preocupaciones y tristezas pasen.
Desde acá puedo ver antes el amanecer
y celebro el último rayo del sol.
Por la ventana de mi habitación
entran los vientos de los mares del norte
y una paloma come el trigo de mis manos...
Y esta página inconclusa,
divina, tranquila y sencilla,
la terminará de escribir
la morena mano de la Musa.

1914

Le pregunté al cuco
cuántos años viviré.
Las cimas de los pinos temblaron.
Un rayo cayó sobre la hierba.
Pero ni un sonido en la espesura...
Regreso a casa
y el viento fresco acaricia
mi frente caliente

1919

Nunca me gustó
que sintieran lástima por mí.
Con tu gota de piedad
voy como si el sol estuviera en mi cuerpo.
Por eso resplandece alrededor.
Yo voy haciendo milagros.
¡Por eso!

1945



La victoria está ante nuestra puerta.
¡Cómo recibiremos a esta querida invitada?
Como las mujeres que levantan en alto a los niños
que se salvaron de mil muertes,
así la recibiremos

Natalia Litvinova en el prólogo del libro, termina con estas palabras:

"Anhelo que esta antología poética que traduje, les revele a ustedes, lectores y lectoras, las máscaras y pasiones de mi Anna y, como la apodó Tsvietáieva, de la Anna de todas las Rusias."

Les aseguro que van a querer tener con uds a Anna.


(1) En "El hombre que fue viernes". Juan Forn. Publicado por Página 12.

La ilustración de tapa del libro de Anna es de Gastón Malgieri



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