lunes, 1 de febrero de 2021

Leyendo mujeres: María Elena Walsh. "Casada con los libros"

Hoy cumpliría 91 años María Elena Walsh. 

La muy querida.

Si tuve literatura en la infancia fue por ella. Sus canciones que cantaba, al iniciar la primaria, fue la primera literatura que leí.

Si empecé en la mediación de la literatura, fue por ella. Esos poemas y canciones que tanto me gustaban, fue lo primero que decidí compartir siendo una adolescente,  con mis sobrinos primero, y luego con otros niños y niñas.

Siento que su poesía circula desde nuestro corazón hasta la punta de nuestros dedos, dispuesta a salir con cualquier pinchazo. Son parte de la memoria colectiva. He cantado Manuelita en Bogotá, o en Madrid, en una plaza y en una escuela. Son parte de esos ritmos que nos cobijan haciéndonos regresar a la  infancia. 

Sus poemas para adultos, también se han transformado en himnos, en estandartes.

Pensaba en el día de hoy, recordarla de otro modo. En vez de a través de su poesía,  con sus ensayos. 

Este aparece publicado en Diario Brujo

En esta foto que compartió en su muro Sara Facio, se la ve, sonriente, vital, juguetona, y semioculta (¿en un bosque?).

La elegí porque creo que siempre hay algo de ella que me queda por descubrir. 

Sigamos compartiendo su obra.

Dejemos que suenen sus palabras. Es una melodía que no termina, que permanece vibrando en nuestro interior. 

En la página de la Fundación María Elena Wash hay una hermosa biografía de ella, por si quieren conocerla.

Este libro reúne 42 ensayos, en los que aborda variados temas. Este es, el que cierra el libro.

Casada con los libros

No hubo rito iniciático ni promesa de eterna fidelidad, sólo sucedió temprano, como algunas bodas primitivas. Estamos envejeciendo juntos, y quizás juntos nos iremos de este mundo. En épocas inquietas, algunos fueron arrojados por la borda, otros se extraviaron; los elegidos permanecen en el remanso de la vida, disputando el espacio y desafiando al olvido. La luz implacable destiñó sus lomos y a veces la tinta interior, como si empezaran a callar.

Son libros, y una se ha casado con ellos, prometiendo cuidarse en la dicha y la adversidad, la enfermedad y la salud. No siempre fue perfecta la convivencia, pero sí fue imposible la separación.

Mundo de deportados, inundados, exiliados. Multitudes que arrastran sus bártulos por las aguas y los desiertos: el colchón, la ollita, los atados de trapo, quizás un perro viejo. ¿Qué haría la casada con los libros en una situación límite? O, como se suele preguntar: ¿Qué libros se llevaría a una isla desierta? ¿A qué libro se abrazaría en un avión en llamas? ¿Cuál escogería al ser obligada repentinamente a mudarse de país o de planeta?

(La Odisea, El Quijote, Shakespeare, Borges…¡Diccionarios!)

La que viajaba en barco de carga siempre llevaba una maleta entera de libros, la mayoría de poesía. En la cabina improvisaba una estantería sobre las otras maletas. En diminutos cuartos de hoteles y sólo de pasaje, acomodaba los preferidos. Cuando llegó la era del avión llevaba unos cuantos o demasiados como “equipaje de mano”, confiando en las energía juveniles.

En las épocas de máxima escasez, mágicamente aparecía dinero destinado a comprar otros, y otros más.

Entonces estaban las buenas hadas, alguno de esos ángeles Fernández, que regalaban libros, así , al descuido, como si le sobraran o no los hubieran adquirido. Eran pobres, quizás los robaban santamente.

Y otros lucían sus bibliotecas en esas afelpadas casas de Buenos Aires, con mesas vestidas de largo y portarretratos de plata, posesiones que jamás entraban en el reino de lo envidiable. Libros encuadernados y libros de artes, enormes mamotretos heredados. Gente, por otra parte, que jamás se mudaba, se había puesto a vivir eternamente entre sus papeles de lujo, sin temores ni sobresaltos. No regalaban nada.

Diría que hoy, en casas de gente de posibles, no se ven libros, arrasados por el torbellino de una decoración de moda que, si los tiene en cuenta es precisamente como decorado. Desde que recuerde, al entrar en una casa sin libros a la vista me asalta una inquietud insoportable, solo quiero irme.

Claro que las casas de pobres no suelen tener libros, siempre que supongamos que sólo son pobres los desocupados o los obreros manuales, y lleguemos a la desatinada conclusión de que no es pobre un profesor o un periodista o un escriba o …

Y además estaban las mudanzas. Muchas, de barco a hotel, de pensión a cuartito, de cuartito a departamento. Cuántas a lo largo de una vida, cuánto acarreo, cuánto peso, cuánta indecisión para ordenarlos, aunque fuera a la bartola.

De la reciente y misteriosa guerra del Golfo, con sus misiles con cabeza inteligente, recuerdo una imagen fugaz, tras un bombardeo en Tel Aviv. Se veía un modesto departamento partido por la mitad, y había quedado al desnudo una pared abarrotada de libros. Libros modestos, manoseados, desordenados, tesoros en todo su esplendor.

“Una biblioteca con libros viejísimos”, escribió el periodista, que era también, o sobre todo, un escritor. El escritor-periodista no es tan pichón, sus libros también deben de estar viejísimos o por lo menos un tanto caducos, salvo que su bibliotecas sea de estanterías laqueadas de blanco inmaculados, con colecciones impolutas de libros nuevos, recién adquiridos y sin abrir. Quizás los hay, pero a mí me producen cierto repeluzno. Como la costumbre de otro amigo, tampoco jovencísimo, sólo maniático, que una vez por mes ¡les pasa la aspiradora a todos y uno por uno!

¿Fue quizás un desplazamiento de una adjetivo que quiso endilgar a mi persona? No incurrí en ese psicoanálisis silvestre, y si así fuera no me ofende. Si me ofendió que calificara de ese modo a mis compañeros de toda la vida. Compañía, tesoro, que ya alcanza el medio siglo, y a mucha honra. Han sorteado mudanzas y borrascas, ímpetus de limpieza o de orden en que muchos fueron a parar a mano ajena o sencillamente a la basura.

Se me pierden en los estantes porque la luz ha desteñido sus lomos, casi debo adivinarlos, recordando que éste era azul, el de más allá rosado. Si los hubiera guardado a todos a lo largo de la vida, debería de estar viviendo en una mansión, ellos los verdaderos habitantes, yo sólo como pasajera, hurtándoles espacio, imaginándolos adheridos a todas las paredes , incluso tapiando ventanas y, mediante algunas astucia, cubriendo los techos.

Lamento no haber guardado los primeros ejemplares que pasaron por mis manos, víctimas de desapego, mudanzas y suertes varias. Sólo recuerdo que junto a mi cama había una pequeña estantería fabricada por mi padre, con la colección completa de los Guillermos de la inglesa Richmal Crompton, alguno de Walt Disney, colecciones españolas de cuentos de hadas, de Grimm, de Perrault, de Las mil y una noches, más El millón de chistes.

Después o conjuntamente fueron los cuadernillos de apretada letra de Julio Verne o Dickens. Casi todos ya eran viejos por sus características a dos columnas, ilustraciones anticuadas o torpes, papel amarillo, muchos adquiridos a segunda mano. Pero a nadie se le habría ocurrido descartarlos por su vetustez. Pertenecían a una era en que no se pretendía hacer más atractiva la lectura a los chicos, simplemente leíamos lo que caía en nuestras manos.

Pasada la pubertad, sobrevino la manía de asegurarnos su propiedad estampándole nombre y fecha. Así es como compruebo que en la adolescencia leí mucho que sin duda no alcanzaba a entender ni apreciar, pero , como dice Italo Calvino: Hay en la obra una fuerza especial que consigue hacerse olvidar como tal, pero que deja su simiente.

Simiente, partícula de dicha, tarea y recreo, aventura con infinitas peripecias, puerta celestial abierta en la adversidad.

Donde no hay libros hace frío. Vale para las casas, las ciudades, los países. Un frío de cataclismo, un páramo de amnesia

¿El libro está destinado a desaparecer? Paciencia, lo recordaremos y seguirá viviendo en nosotros, como cualquier difunto querido, mientras adentro nieva en las pantallas y afuera en la estepa aúllan los lobos.


Diario Brujo. Espasa Hoy. 1999