Hoy cumpliría 91 años María Elena Walsh.
La muy querida.
Si tuve literatura en la infancia fue por ella. Sus canciones que cantaba, al iniciar la primaria, fue la primera literatura que leí.
Si empecé en la mediación de la literatura, fue por ella. Esos poemas y canciones que tanto me gustaban, fue lo primero que decidí compartir siendo una adolescente, con mis sobrinos primero, y luego con otros niños y niñas.
Siento que su poesía circula desde nuestro corazón hasta la punta de nuestros dedos, dispuesta a salir con cualquier pinchazo. Son parte de la memoria colectiva. He cantado Manuelita en Bogotá, o en Madrid, en una plaza y en una escuela. Son parte de esos ritmos que nos cobijan haciéndonos regresar a la infancia.
Sus poemas para adultos, también se han transformado en himnos, en estandartes.
Pensaba en el día de hoy, recordarla de otro modo. En vez de a través de su poesía, con sus ensayos.
Este aparece publicado en Diario Brujo
En esta foto que compartió en su muro Sara Facio, se la ve, sonriente, vital, juguetona, y semioculta (¿en un bosque?).
La elegí porque creo que siempre hay algo de ella que me queda por descubrir.
Sigamos compartiendo su obra.
Dejemos que suenen sus palabras. Es una melodía que no termina, que permanece vibrando en nuestro interior.
En la página de la Fundación María Elena Wash hay una hermosa biografía de ella, por si quieren conocerla.
Este libro reúne 42 ensayos, en los que aborda variados temas. Este es, el que cierra el libro.
Casada con los libros
No hubo rito iniciático ni
promesa de eterna fidelidad, sólo sucedió temprano, como algunas bodas
primitivas. Estamos envejeciendo juntos, y quizás juntos nos iremos de este
mundo. En épocas inquietas, algunos fueron arrojados por la borda, otros se
extraviaron; los elegidos permanecen en el remanso de la vida, disputando el
espacio y desafiando al olvido. La luz implacable destiñó sus lomos y a veces
la tinta interior, como si empezaran a callar.
Son libros, y una se ha casado
con ellos, prometiendo cuidarse en la dicha y la adversidad, la enfermedad y la
salud. No siempre fue perfecta la convivencia, pero sí fue imposible la
separación.
Mundo de deportados, inundados,
exiliados. Multitudes que arrastran sus bártulos por las aguas y los desiertos:
el colchón, la ollita, los atados de trapo, quizás un perro viejo. ¿Qué haría
la casada con los libros en una situación límite? O, como se suele preguntar:
¿Qué libros se llevaría a una isla desierta? ¿A qué libro se abrazaría en un
avión en llamas? ¿Cuál escogería al ser obligada repentinamente a mudarse de
país o de planeta?
(La Odisea, El Quijote, Shakespeare, Borges…¡Diccionarios!)
La que viajaba en barco de carga
siempre llevaba una maleta entera de libros, la mayoría de poesía. En la cabina
improvisaba una estantería sobre las otras maletas. En diminutos cuartos de
hoteles y sólo de pasaje, acomodaba los preferidos. Cuando llegó la era del
avión llevaba unos cuantos o demasiados como “equipaje de mano”, confiando en
las energía juveniles.
En las épocas de máxima escasez,
mágicamente aparecía dinero destinado a comprar otros, y otros más.
Entonces estaban las buenas
hadas, alguno de esos ángeles Fernández, que regalaban libros, así , al
descuido, como si le sobraran o no los hubieran adquirido. Eran pobres, quizás
los robaban santamente.
Y otros lucían sus bibliotecas en
esas afelpadas casas de Buenos Aires, con mesas vestidas de largo y portarretratos
de plata, posesiones que jamás entraban en el reino de lo envidiable. Libros
encuadernados y libros de artes, enormes mamotretos heredados. Gente, por otra
parte, que jamás se mudaba, se había puesto a vivir eternamente entre sus
papeles de lujo, sin temores ni sobresaltos. No regalaban nada.
Diría que hoy, en casas de gente
de posibles, no se ven libros, arrasados por el torbellino de una decoración de
moda que, si los tiene en cuenta es precisamente como decorado. Desde que
recuerde, al entrar en una casa sin libros a la vista me asalta una inquietud
insoportable, solo quiero irme.
Claro que las casas de pobres no
suelen tener libros, siempre que supongamos que sólo son pobres los desocupados
o los obreros manuales, y lleguemos a la desatinada conclusión de que no es
pobre un profesor o un periodista o un escriba o …
Y además estaban las mudanzas.
Muchas, de barco a hotel, de pensión a cuartito, de cuartito a departamento.
Cuántas a lo largo de una vida, cuánto acarreo, cuánto peso, cuánta indecisión
para ordenarlos, aunque fuera a la bartola.
De la reciente y misteriosa
guerra del Golfo, con sus misiles con cabeza inteligente, recuerdo una imagen
fugaz, tras un bombardeo en Tel Aviv. Se veía un modesto departamento partido
por la mitad, y había quedado al desnudo una pared abarrotada de libros. Libros
modestos, manoseados, desordenados, tesoros en todo su esplendor.
“Una biblioteca con libros
viejísimos”, escribió el periodista, que era también, o sobre todo, un
escritor. El escritor-periodista no es tan pichón, sus libros también deben de
estar viejísimos o por lo menos un tanto caducos, salvo que su bibliotecas sea
de estanterías laqueadas de blanco inmaculados, con colecciones impolutas de
libros nuevos, recién adquiridos y sin abrir. Quizás los hay, pero a mí me
producen cierto repeluzno. Como la costumbre de otro amigo, tampoco jovencísimo,
sólo maniático, que una vez por mes ¡les pasa la aspiradora a todos y uno por
uno!
¿Fue quizás un desplazamiento de
una adjetivo que quiso endilgar a mi persona? No incurrí en ese psicoanálisis
silvestre, y si así fuera no me ofende. Si me ofendió que calificara de ese modo
a mis compañeros de toda la vida. Compañía, tesoro, que ya alcanza el medio
siglo, y a mucha honra. Han sorteado mudanzas y borrascas, ímpetus de limpieza
o de orden en que muchos fueron a parar a mano ajena o sencillamente a la
basura.
Se me pierden en los estantes
porque la luz ha desteñido sus lomos, casi debo adivinarlos, recordando que
éste era azul, el de más allá rosado. Si los hubiera guardado a todos a lo
largo de la vida, debería de estar viviendo en una mansión, ellos los verdaderos
habitantes, yo sólo como pasajera, hurtándoles espacio, imaginándolos adheridos
a todas las paredes , incluso tapiando ventanas y, mediante algunas astucia, cubriendo
los techos.
Lamento no haber guardado los
primeros ejemplares que pasaron por mis manos, víctimas de desapego, mudanzas y
suertes varias. Sólo recuerdo que junto a mi cama había una pequeña estantería
fabricada por mi padre, con la colección completa de los Guillermos de la inglesa
Richmal Crompton, alguno de Walt Disney, colecciones españolas de cuentos de
hadas, de Grimm, de Perrault, de Las mil y una noches, más El
millón de chistes.
Después o conjuntamente fueron
los cuadernillos de apretada letra de Julio Verne o Dickens. Casi todos ya eran
viejos por sus características a dos columnas, ilustraciones anticuadas o
torpes, papel amarillo, muchos adquiridos a segunda mano. Pero a nadie se le
habría ocurrido descartarlos por su vetustez. Pertenecían a una era en que no
se pretendía hacer más atractiva la lectura a los chicos, simplemente leíamos lo
que caía en nuestras manos.
Pasada la pubertad, sobrevino la
manía de asegurarnos su propiedad estampándole nombre y fecha. Así es como
compruebo que en la adolescencia leí mucho que sin duda no alcanzaba a entender
ni apreciar, pero , como dice Italo Calvino: Hay en la obra una fuerza especial
que consigue hacerse olvidar como tal, pero que deja su simiente.
Simiente, partícula de dicha,
tarea y recreo, aventura con infinitas peripecias, puerta celestial abierta en
la adversidad.
Donde no hay libros hace frío.
Vale para las casas, las ciudades, los países. Un frío de cataclismo, un páramo
de amnesia
¿El libro está destinado a
desaparecer? Paciencia, lo recordaremos y seguirá viviendo en nosotros, como
cualquier difunto querido, mientras adentro nieva en las pantallas y afuera en
la estepa aúllan los lobos.
Diario Brujo. Espasa Hoy. 1999