domingo, 17 de septiembre de 2023

De la tiza al marcador para pizarra.

Acá fue donde empezó todo...(mi experiencia como docente de Secundaria)

Recupero este texto que publiqué en 2018. Algunas cosas cambiaron (esta aula luce mucho más moderna ahora). Otras siguen igual. Y algunas más en mi modo de ver, están peor. Lo traigo hoy 17 /9/23 en el día del profesora y profesora.




Mi retorno a un aula real, con adolescentes, fue en este mismo salón vacío que luego fotografié, regresé luego de 22 años de no dar clase en la escuela secundaria.

Empecé a las 8 de la mañana de un día miércoles, con un grupo de 30 alumnos de tercer año. 

Nada me había preparado para eso. Ni los más de 20 años de docencia, ni mis conocimientos de biología, ni los posgrados, ni todo lo leído sobre educación.


Entré y me presenté , nadie me escuchó, o al menos no quisieron d demostrarlo. Un tercio de los alumnos dormían apoyando la cabeza sobre el banco , más de un tercio hablaban entre ellos, o miraba la pantalla de su celular. El resto quizás me habían notado, pero no parecía interesarles. 

Hacía varias semanas que no tenían que levantarse tan temprano. No tardé en darme cuenta que me odiaban por eso, y no tenían dificultades para expresarlo .

Cuando intenté que hicieran silencio, que guardaran el celular, y que prestaran atención, una de ellas (una alumna que llegué a querer especialmente) me lanzó una frase que no tenía réplica: "porque usted está acá porque quiere, en cambio a nosotros nos obligan". Descubrí que tenía razón.

Si empezaba a escribir algo en el pizarrón, me preguntaban: "¿hay que copiar?". Esto que podía resultarme una obviedad, no lo era. Muchos no habían traído hojas o lapicera. Si les pedía que hicieran algo , debía esperar que el único o los únicos que tenían hojas, las compartieran. Cuando terminaban de hacerlo , se iniciaba otra ronda reclamando  por  los elementos de escritura

A la tercera clase empecé a llevarlas para agilizar el trámite. Estos eran los alumnos de tercer año de la mañana. Los cursos que me advirtieron otros profesores no eran fáciles. Pero no me fue mejor con los de primero. Estaban más activos, no sé si por su juventud o porque tenían clase conmigo en las últimas horas del día. Toda la clase era un ruido. El silencio no entraba al aula, permanecía oculto y aterrorizado detrás de la puerta.

Llevo muchos años dando clases de biología en la UBA, a los ingresantes de distintas carreras en el CBC. El silencio tenía asistencia perfecta en esas aulas. Bastaba con que me pusiera de pie en medio del salón, para que estuviera a mi lado. 

Sentí que mi voz se adelgazaba. 

No era solo que hablaran, que se distrajeran con el celular (con las selfies,  jugando , o  contestando mensajes de sus propios padres ), o que decidieran no hacer nada. Había grupos en donde la agresión estaba en el aire, bastaba una pequeña chispa para que se encendiera. La escuela no solo es reflejo de la sociedad, es además, una caja de resonancia. Lo que pasa fuera, retumba dentro de las paredes del aula.


Me di cuenta que dar clase, explicar, era lo más fácil. Lo difícil era conseguir atención y silencio. Lograr esos minutos en que me sentía navegar en aguas calmas, en que todos y todas, estábamos incluidos en el mismo barco. 

Pensé en abandonar, si no lo hice fue porque no me gusta darme por vencida, y porque en algún momento sentí que empezábamos a disfrutarlo. Fue una tarea basada en la paciencia y perseverancia, apuntalada en la comunicación, y limitada con reglas claras. Hubo dos factores que me jugaron a favor: una buena provisión de caramelos, y las lecturas.

Para despertarlos, para hacerlos callar, para que me prestaran atención tenía un cuento. Cuando hacían la tarea, cuando cumplían un desafío, les daba un caramelo. Cuando no lograba motivarlos con nada eso funcionó.

Es cierto que mi situación era especial , había comenzado como la reemplazante, transcurrida la mitad del año. Ellos eran locales, conocían las reglas y me las querían enseñar. Aprendí a escuchar, a los docentes con experiencia que me prestaron su apoyo, pero también a  mis propios alumnos. . Recuerdo una clase en que me daba vuelta y alguien silbaba. " Ignorelós, profe, no les haga caso" - me dijo una alumna .¡Claro, esa fue la solución!.

En esa primera experiencia, con 36 horas, arrancaba antes de las 7 de la mañana, al menos 4 días a la semana, y terminaba regresando a mi casa de noche. Tenía otros trabajos, y en el medio preparaba el material, buscaba bibliografía, pensaba nuevas actividades, elaboraba pruebas/ trabajos, y los corregía. Los fines de semana o en de la noche, seguía comunicándome con ellos a través del aula virtual, una tarea más. 

La mayoría de las docentes que conozco trabaja más de esa cantidad de horas. No porque lo quieran, sino porque es la única opción para llegar a fin de mes. En CABA, pasadas las 38 horas, ya no se cobra el total por cada hora extra. De esto me enteré pasado un año. A veces trabajar más no significa ganar más, pero no es posible renunciar una o dos horitas (en general tenemos lo que se llama un cargo completo por ejemplo 18 hs). A veces es aceptar todo o no tener nada.

También en la distribución horaria, puede ser que me paguen 18 horas, y tenga que pasar 22 o más en el colegio, con un bache en el medio. A esto debemos sumarle que el agregado de nuevas materias, o los cambios de profesores, obliga a cambiar nuestros horarios a veces en un año.

Hace cuatro  comenzamos la Nueva Escuela Secundaria (la llamada NES), ahora se sumó en algunos colegios elegidos especialmente, la "Secundaria del futuro". 

 Entiendo que es bueno saber reinventarse, pero lo que nos están pidiendo es demasiado. De la mayoría de las decisiones nos enteramos por los medios. En una improvisación que suele tener fines de marketing más que pedagógico. Que por lo general no nos incluye. Que no parten de la comunidad educativa (padres, alumnos, docentes, directivos) sino de algunos pocos que siento no han estado más que de visita en las aulas. Es por esto que pedimos explicaciones, exigimos argumentos,  tiempo y organización. Nada de eso ocurre.  

Se desprestigia nuestro trabajo como si no fuera una tarea en la que nos tenemos que probar a diario. Como si nuestros propios estudiantes,  no nos obligaran a capacitarnos continuamente. 

Mucho se habla de que "no queremos trabajar". Escucho del gobierno y de los padres, que los y las docentes abusan de las licencias. En realidad, la mayoría somos mujeres, madres que tienen que atender a sus hijos si se enferman, que sostienen el cuidado de sus mayores, que se embarazan, que pueden tener complicaciones pre y post parto, parece que se nos castiga por ser una mayoría. femenino. 

El cuerpo es uno. Cada clase es una inversión de energía. Se  necesita todo el entusiasmo , y concentración  para lograr que esa barca cargada de 30 adolescentes inquietos llegue a buen puerto. Hora tras  hora, día tras día. Luis Pescetti dijo en una charla que dio en mi facultad el año pasado: "Si yo tuviera 500 personas, una sola vez, y 500 personas al otro día, me la banco. Tengo dos show. Esas mismas 500 personas, al otro día, Entro en pánico. Al cuarto día, tengo un artista invitado. Quinto día: hago un encuentro de artistas invitados...La docencia tiene algo terriblemente difícil que es mantener la frescura de la relación durante 4 horas o más, durante todo el año. "

Cada día recibo 100 personas, y la mayoría ni siquiera querrían venir al show.

Nuestra tarea no termina en el aula. Debemos corregir, planear nuevas actividades, buscar material. ¿Cuántas veces una tarde de domingo estamos pensando en el trabajo? No hay recetas que sean infalibles, cada curso nos obliga a probar nuevos ingredientes.

¿Cuántos profesionales se llevan SIEMPRE el trabajo a casa? En estos años me tocaron de cerca situaciones, que se me pegaron al salir del aula. Tengo las cicatrices de los alumnos y alumnas que se fueron, porque el sistema no supo contenerlos y que me dolieron en el corazón. De aquellos y aquellas, que no pude ayudar. 

Entiendo la docencia como una relación desde el afecto, en donde es imposible enseñar si no se vincula, si no construimos algo que nos una. Eso es lo que me hace querer estar ahí, y continuar. Aún en las peores condiciones.

Estoy en un colegio de gestión estatal. Los espacios no alcanzan, no hay papel higiénico en los baños, los aires acondicionados (tan necesarios) fueron aportados por la cooperadora. Los padres ayudan. La escuela consiguen recursos y gestiona becas. En invierno hace frío, en verano las aulas transpiran y nosotros con ellas. Los marcadores para pizarra, las fotocopias,  y muchos de los materiales que usamos a diario los pagamos de nuestro propio sueldo. Ese que nos prometen pagar con aumentos mínimos y escalonados. Ese que si reclamamos es porque queremos manipular a los alumnos y alumnas, esos mismos que "son rehenes" en esta negociación que el gobierno transforma en una decisión unilateral, sin discusión posible.

En ese contexto, que se nos imponga el uso de la tecnología en las aulas, parece una broma de mal gusto. 

Este año por primera vez, la Ciudad hizo una inversión en el colegio, equiparon las aulas de primer año con la mejor tecnología (parte de ser una escuela elegida para la profundización de la NES). Muebles nuevos, cañón, netbook, pizarra táctil y la misma instalación eléctrica en el colegio de hace 50 años. La luz se cortó varias veces. La conexión a internet falla.

 A pesar de todo, elegí quedarme dando clases en una escuela pública de la Ciudad de Buenos Aires. Digo esto con orgullo y en voz alta, porque también hubo por parte de nuestro representantes políticos alguna frase desafortunada,  "algunos caemos en la escuela pública".

He aprendido mucho. Tengo cursos numerosos que son una maravilla, cursos pequeños en donde me esfuerzo el doble. 

Hay días en que me veo salir sonriendo como si mis pies no tocaran las baldosas, hay días en que tengo los ojos húmedos y me arrastro por el asfalto. 

Podría quedarme con la Universidad, quizás ganaría en tranquilidad, pero es un placer para mí verlos crecer. Mis estudiantes, lograron que me entusiasmara su entusiasmo. 

No me considero una docente por vocación. En mi infancia de niña tímida no se me ocurrió ser docente, fue un descubrimiento adulto, algo que cambió mi historia para siempre. 


En un mismo lunes, paso de dar clase con tiza en unos pizarrones verdes inmensos en la UBA, a escribir con el marcador para pizarra en unos pizarrones diminutos, manchados, que tuvieron tiempos mejores.

A veces parece que logro su atención. Muchos días enseño lo mismo, adaptado a distintos niveles. No es que les exija mucho, siento que me lo exigen. 

Defiendo mi trabajo, y el trabajo de mis compañeras y compañeros docentes. Defiendo la creatividad, la iniciativa, el encuentro amoroso en el espacio cotidiano. Este fin de semana leí una nota que le hicieron a Michèle Petit, antropóloga francesa, en ocasión del congreso "Territorios para pensar las infancias" que se realizó en Posadas, Misiones.

"Yo no estudié particularmente la escuela en la Argentina, pero me sorprende la apertura que tienen muchos docentes para tratar de hacer dialogar la emoción estética y los aprendizajes, experimentar, no quedarse en el utilitarismo a corto plazo: hay que aprender esto para esta semana , porque la currícula lo dice. No, muchos tienen una ambición, un deseo de ir por más. Sé que es un momento difícil, que sus institutos de formación están atacados, me entero por las redes sociales, por mis amigos. Sin embargo eso no los detiene, ¡al contrario!  "


Ese deseo de ir por más está, en muchos docentes. Escribo esto porque siento que pretendo detenernos. Que se nos ataca, desde distintos lugares, que se desvaloriza este trabajo. Que nos provocan a que bajemos los brazos.



El viernes a última hora, cuando ya todos estábamos cansados ​​del día, terminé de explicar sobre las células y nos pusimos a leer un libro. Terminaron de guardar los útiles en las mochilas, y arrancamos con la lectura de un capítulo de "Secretos de familia" de Graciela Cabal. Hubo risas, a medida que leía empezaron a asomarse alumnos de otros cursos a través de la ventana, algunos que listos para irse a su casa nos veían metidos en la lectura y sentían ganas de entrar. 

Así  hasta que terminó y espontáneamente se inició el aplauso. En eso se oyó el timbre y todos se fueron a sus casas, entre risas y murmullos hacia el fin de semana.

Siento que los que trabajamos a diario en las aulas, provocamos esto, los invitamos a nuestros alumnas y alumnos a querer entrar, los provocamos a lo desconocido. 


Y mientras les abrimos la puerta y nos esforzamos por lograr que pasen, los que nos gobiernan, intentan continuamente dejarlos afuera.