Una conversación es la unidad mínima de una comunidad de amistades, cuya síntesis es la afección, el tumulto, la superposición, el desborde.
Una conversación no tiene tema específico. Si de verdad se conversa, enseguida el tema se deriva hacia la deriva y su resultado es siempre la perplejidad al preguntarnos de qué estábamos conversando.
Una conversación es un conglomerado de rostros, gestos, voces y silencios. Es el cuerpo el que conversa, no el conocimiento previo. Una pregunta arquea el cuerpo y una posible respuesta lo inclina hacia delante. Las palabras inesperadas sacuden, despiertan, encienden, desesperan, revuelven, sorprenden, calman.
Una conversación es lo contrario de aquel “porque lo digo yo”. El “yo” no tiene ninguna trascendencia en la conversación porque se diluye en la potencia de “nosotros”.
Una conversación tiene como límite extremo la indiferencia, el abandono, el quitar el cuerpo, el irse.
Una conversación no busca acuerdos o desacuerdos, agradar o desagradar, sino tensiones entre dos biografías que se presentan a la hora de encontrarse. Una conversación se reúne, por lo menos, a dos fragilidades. Solo la confesión de una mutua fragilidad –es decir: lo que no se sabe, lo que no se puede– inaugura una relación conversadora.
Una conversación es una atmósfera irrecuperable, pero de la cual sobrevive un recuerdo borroso de un texto, de una voz o su más absoluta nitidez.
Como gesto pedagógico, conversar se dirige no tanto a aquello que las cosas son, sino a aquello que hay en las cosas.
Se conversa, por ejemplo, no tanto sobre un texto sino sobre sus efectos en uno y otro, se conversa no tanto sobre un saber sino sobre sus resonancias en nosotros, se conversa no para saber sino para mantener tensas las dudas esenciales: el amor, la muerte, el destino, el amor, el tiempo.
Una conversación, al fin, abre una brecha en el tiempo; lo perfora, lo detiene, crea una pausa necesaria, es paréntesis . Y es la única materia de la que está hecha la posibilidad de ausentarse de la urgencia y de la prisa y de hacer comunidad.
Una conversación no resuelve la soledad originaria con la que venimos al mundo y nos despedimos de él, pero es su aliada incondicional. La soledad y la conversación no solo no son contradictorias, sino que se nutren mutuamente: se conversa con los demás y con uno mismo.
Una conversación no tiene que ver con el indigno ponerse en el lugar del otro. Ese es el lugar del otro. Lo que la conversación habilita es el intento de narrar ese lugar, de hacerlo más hondo, quizás más transparente. Pero seguirá siendo, siempre, el lugar del otro. La educación, como ya fue dicho, es el enclave de la conversación. Por más que hagamos de las escuelas sitios tecnificados y de mero lucro, lo que sostiene a la comunidad es la potencia de la conversación. Y viceversa.