jueves, 15 de febrero de 2024

Leyendo a Carlos Skliar. Celebrar la conversación


   


Una conversación comienza cuando puede, en cualquier momento, y jamás acaba, en tanto la memoria suele recomponerla o reconstruirla frágilmente, en fragmentos que nunca serán transparentes con lo dicho, pero siempre podrán ser recomposiciones de un encuentro.
un experimento de diálogo según el cual las partes toman turnos, aguardan, preguntan y responden con una alternancia serena y premeditada.

     Una conversación es la unidad mínima de una comunidad de amistades, cuya síntesis es la afección, el tumulto, la superposición, el desborde.

     Una conversación no tiene tema específico. Si de verdad se conversa, enseguida el tema se deriva hacia la deriva y su resultado es siempre la perplejidad al preguntarnos de qué estábamos conversando.

     Una conversación es un conglomerado de rostros, gestos, voces y silencios. Es el cuerpo el que conversa, no el conocimiento previo. Una pregunta arquea el cuerpo y una posible respuesta lo inclina hacia delante. Las palabras inesperadas sacuden, despiertan, encienden, desesperan, revuelven, sorprenden, calman.

    Una conversación es lo contrario de aquel “porque lo digo yo”. El “yo” no tiene ninguna trascendencia en la conversación porque se diluye en la potencia de “nosotros”.
Una conversación tiene como límite extremo la indiferencia, el abandono, el quitar el cuerpo, el irse.
Una conversación no busca acuerdos o desacuerdos, agradar o desagradar, sino tensiones entre dos biografías que se presentan a la hora de encontrarse. Una conversación se reúne, por lo menos, a dos fragilidades. Solo la confesión de una mutua fragilidad –es decir: lo que no se sabe, lo que no se puede– inaugura una relación conversadora.

    

    Una conversación es una atmósfera irrecuperable, pero de la cual sobrevive un recuerdo borroso de un texto, de una voz o su más absoluta nitidez.

    Una conversación es, esencialmente, un gesto pedagógico, en tanto educar pueda ser comprendido como el modo de conversar a propósito de qué haremos con el mundo y con la vida.

    Como gesto pedagógico, conversar se dirige no tanto a aquello que las cosas son, sino a aquello que hay en las cosas.


    Existe una relación directa entre conocer y conversar.
Como bien lo expresa Michael Oakeshott: “La búsqueda del conocimiento no es una carrera en la que los competidores se disputan el primer puesto, ni siquiera es un debate o un simposio; es una conversación (…) Una conversación no necesita un director, no sigue un rumbo determinado de antemano, no nos preguntamos para qué 'sirve' y no juzgamos su excelencia teniendo en cuenta su conclusión; no tiene conclusión, sino que siempre queda para otro día. No se impone su integración, sino que surge de la calidad de las voces que tienen la palabra, y su valor está en los recuerdos que va dejando en la mente de quienes participan de ella”.

    Se conversa, por ejemplo, no tanto sobre un texto sino sobre sus efectos en uno y otro, se conversa no tanto sobre un saber sino sobre sus resonancias en nosotros, se conversa no para saber sino para mantener tensas las dudas esenciales: el amor, la muerte, el destino, el amor, el tiempo.

    Una conversación, al fin, abre una brecha en el tiempo; lo perfora, lo detiene, crea una pausa necesaria, es paréntesis . Y es la única materia de la que está hecha la posibilidad de ausentarse de la urgencia y de la prisa y de hacer comunidad.

    Una conversación no resuelve la soledad originaria con la que venimos al mundo y nos despedimos de él, pero es su aliada incondicional. La soledad y la conversación no solo no son contradictorias, sino que se nutren mutuamente: se conversa con los demás y con uno mismo.

    Una conversación no tiene que ver con el indigno ponerse en el lugar del otro. Ese es el lugar del otro. Lo que la conversación habilita es el intento de narrar ese lugar, de hacerlo más hondo, quizás más transparente. Pero seguirá siendo, siempre, el lugar del otro.
 La educación, como ya fue dicho, es el enclave de la conversación. Por más que hagamos de las escuelas sitios tecnificados y de mero lucro, lo que sostiene a la comunidad es la potencia de la conversación. Y viceversa.

  

Siempre Carlos haciéndome pensar desde las palabras.

Y hoy también encontré en sus redes.
Se los dejo.

Iba a escribir algo a propósito del comienzo de las clases. Algo sobre la educación como posibilidad de recomienzo y acontecimiento: que las formas y los lugares de nacimiento no determinan los múltiples destinos que las vidas pueden tomar gracias a las comunidades y experiencias educativas. Pero parece que ni comienzo de clases, ni recomienzo de destinos. Todo está puesto ahora bajo la óptica del gasto y no bajo la crucial construcción de lo público y lo común. Como si no hubiera otra cosa que “arreglárselas como bien o mal se pueda”. Ya sabemos por la historia de la humanidad qué ocurre cuando todo queda librado al azar maléfico del mercado, quienes se las arreglan bien y quienes no pueden hacerlo. Maestras y maestros deben recibir un salario acorde con la función que cumplen y que tantas y tantos suelen enunciar rápidamente como esencial, prioritario, trascendental. Los alimentos deben llegar sí o sí a las escuelas para que haya posibilidades de vivir, estudiar, pensar, sentir, hacer. Los medios de transporte deben ser grandes para que educadores y estudiantes puedan llegar a las instituciones. Y todo ello compite al Estado, no a los individuos. Ojalá todo pueda comenzar y recomendar, sí, pero no de cualquier modo.



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